Había una vez una ciudad llamada Caucasia, en la que aún hoy asesinan, torturan, desaparecen y desplazan gente. En la que se podría vivir de la ganadería, la pesca (gracias a su cercanía al río Cauca y al Nechí) y la minería. Un pueblo azotado por el conflicto armado y en el que el ejército se ha hecho el de la vista gorda cuando de proteger a la población civil se ha tratado. Una ciudad en la que su riqueza natural parece ser su propia maldición y en la que el mal uso de sus recursos naturales la mantiene inmersa en la crisis y el desempleo.
Una ciudad de sobrevientes que cuentan que una vez tuvieron en las veredas cercanas una tierra, la cultivaron y vivieron de ella, que una vez tuvieron unos abuelos, padres, hermanos, hijos, que les fueron arrebatados o asesinados o desaparecidos, que una vez fueron más felices que ahora. Sobrevivientes que aún hoy siguen caminando con paso firme y creen que es posible la paz, el retorno, el encuentro con los otros sin desconfianza, que siguen haciendo de Caucasia una tierra que se resiste a ser derrotada o desbordada por un río de sangre. Unos sobrevivientes que sorprenden por su tenacidad, lucha y valentía, que causan admiración.
En Caucasia
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